Antes de llegar habíamos visto venados saltando entre los helechos, en los claros del bosque. Los niños gritaron de emoción y quisieron parar y bajar a verlos de cerca, pero no nos detuvimos porque sabíamos que lo más probable era que los venados se escondieran en la parte donde la maleza era más densa apenas nos vieran acercarnos y porque, además, íbamos con retraso. Habíamos acordado con la casera encontrarnos a las 3 de la tarde para que nos diera la llave y demás instrucciones. La mujer solo hablaba francés, y eso nos encantaba porque quería decir que era un lugar y una casa a la que tan solo llegaban turistas internos y no el mar de gente que recorrían el Louvre y Disney. Pensamos que la comunicación en esa lengua no sería problema porque David había estudiado francés en lugar de inglés en la escuela en Chile y decía que había leído Une saison en enfer antes de viajar. También porque ya había intercambiado algunos emails con aquella mujer sin ningún inconveniente. Ella le había escrito que nos esperaría hasta que llegáramos y, en efecto, allí estaba en frente de la casa, un poco contrariada por el retraso, eso sí. David trató de decirle que nos habíamos extraviado en el camino en medio del bosque, pero la mujer no le entendió nada y echó una lenguarada velocísima y de muchas erres que pareció ser una queja o un regaño. Yo le señalé a nuestros hijos, a ver si así se le ablandaba el corazón, pero nada. Seguía contrariada, aunque con cierta bondad de tía lejana. En realidad, no nos habíamos extraviado, sino que había sido difícil mover a los niños, recoger todas las cosas y juguetes que habían desperdigado en la casa anterior, así que habíamos emprendido el viaje muy tarde.
La idea de pasar las vacaciones cambiando de casa a cada rato había sido mía, pensaba que así sería más cómodo para los niños pues no tendrían que estar tanto tiempo metidos en el carro yendo y volviendo a un mismo lugar. Entonces busqué distintos lugares para dormir a lo largo de nuestro recorrido, preferiblemente casas o apartamentos donde pudiéramos cocinar y sentirnos a gusto. Lo que al principio había parecido una idea genial y divertida, luego se convirtió en un desastre porque en cada alojamiento los niños se instalaban y colonizaban todos los espacios y a la siguiente mañana, cuando debíamos seguir rumbo, pasábamos una gran parte del tiempo ordenando y recogiendo, lo que nos hacía desperdiciar parte del día en el que se suponía que debíamos estar paseando. Y, por si fuera poco, cuando por fin lográbamos alistarnos e irnos, los niños se quejaban y lloriqueaban antes de seguir el viaje como si los hubieran arrancado de su verdadero hogar.
No había sido mía sino de David la idea de ir a un extraño festival de marionetas en Charleville-Mézières, del que nunca habíamos escuchado nada, y no al Euro Disney como tal vez correspondería con una niña de cinco y un niño de cuatro años. Para eso habíamos aterrizado en París y habíamos alquilado un carro y nos habíamos quedado cada noche en un lugar diferente de las Ardenas, a veces en Bélgica, a veces en Francia, hasta llegar cerca de la ciudad-pueblo donde se llevaría a cabo el festival. La casa que habíamos alquilado no quedaba exactamente en ese pueblo, sino en un mínimo poblado de una o dos calles, un «village», como le gustaba decir a David, a unos kilómetros del lugar, en medio del bosque y cerca de un lago. Era nuestra tercera «casa» en este recorrido y la habíamos elegido principalmente por su precio y porque tenía cuartos separados.
La mujer dio ciertas instrucciones, más allá de las que aparecían en el anuncio en internet. De alguna manera entendimos que había que pagar unos euros más por las toallas, las sábanas y luego por la limpieza. David trató de regatear, pero no hubo forma de que aquella mujer le entendiera su francés de escuela. O era que se hacía la que no entendía, no lo sabíamos.
—A mí no me veas— le dije apenas sentí su mirada implorando mi ayuda. —En las escuelas de Caracas solo se estudia inglés— agregué muy convencida, aunque luego me entraron dudas. Tantas cosas habían cambiado desde que me fui.
Finalmente, la casa no era tan barata como pensamos porque había que agregarle todo tipo de gastos adicionales, lo cual elevaba el precio a casi el mismo monto de casas que se encontraban en el centro del pueblo en el que se celebraba el festival. Tuvimos que pagar en efectivo la diferencia para que la mujer nos entregara la cesta con sábanas y toallas. Y precisamente en esa casa alejada pero igual de cara habíamos decidido quedarnos dos noches. Sin embargo, terminamos pensando que bien valía la pena porque tenía el encanto de una casa de campo de una tía abuela gruñona que nos han prestado para quedarnos un tiempo.
Con la sensación de que era una casa cercana, nos dedicamos a explorarla. Los muebles abombados y antiguos de la sala tenían algo de latinoamericano que no pudimos explicar. Los niños brincaron en ellos como hubieran hecho en los muebles de sus abuelos cuando viajábamos a visitarlos. En la cocina una vitrina de madera llena de copas me recordó el antiguo seibó de mi tía Victoria. Pañitos tejidos en las mesas, cuadros de paisajes bucólicos, cortinas de rombos blancos y rojos en las ventanas, todo era de otro tiempo, de otro espacio, nada que ver con la decoración minimalista y funcional que suelen tener esos lugares de alquiler para turistas que habíamos encontrado en los alojamientos anteriores. Algo en aquella casa se sentía auténtico, como si tan solo hubiera sido vaciada de las cosas más personales minutos antes de alquilárnosla, pero hubieran dejado los mismos muebles, mesas, adornos y ollas de toda la vida. Eso, aunado al aspecto de tía lejana de la mujer encargada, de lo engorroso que era para ella el asunto de las toallas y la ropa de cama, del hecho de que hablara solo su lengua materna, las sandalias cómodas que usaba, los lentes para leer que le colgaban de la punta de la nariz y la camisa de flores minúsculas de cuyo bolsillo sacó las llaves, todo eso nos hizo sentir como si nos estuviéramos quedando unas noches en alguno de los países de nuestra infancia, en alguna casa familiar. Tal vez en Los Andes.
A la planta de arriba se llegaba por una escalera de madera complicadamente empinada y estrecha. Sonora en cada escalón. Enseguida nos repartimos los cuartos. Los niños eligieron el que parecía ser de los niños: un cuarto alargado con un ventanal por el que se veía la calle y el campanario de la iglesia a unas cuadras, con dos camas cubiertas por cobijas de motivos infantiles y un closet en el que habían dejado algunos juguetes. ¿De los dueños? ¿De antiguos visitantes? Los agarraron enseguida, los mezclaron con los suyos, los desplegaron de inmediato junto con sus colores, sus libros para dibujar y sus muñecos en el piso de parqué de aquel cuarto. Comenzaron un juego tan fervoroso que ni siquiera les entusiasmó la posibilidad de ir a caminar por la única calle hasta llegar a un lago que según habíamos visto en internet era precioso y quedaba a pocos kilómetros.
—No importa— dijo David —que guarden fuerzas para más tarde. Además, no tenemos tanto tiempo.
A nosotros nos tocó decidir entre los otros dos cuartos. El primero tenía dos ventanas gemelas que daban a la calle y un juego de cuarto antiguo de madera oscura. A la izquierda, un ropero con espejo ovalado y al lado una puerta escondida en el papel tapiz que no logramos abrir. Tal vez conducía a otras escaleras y a un ático. Eso nos dio mala espina: recordamos todas las películas de terror habidas y por haber, pero terminamos riéndonos de nosotros mismos. De igual modo, no quisimos quedarnos en ese cuarto. Mañana le preguntaríamos a la mujer por aquella puerta, había dicho David, mientras nos dirigíamos al otro cuarto que se encontraba al final del pasillo. En ese segundo cuarto las ventanas daban hacia el jardín trasero y supusimos que sería menos ruidoso, aunque la verdad es que ambos cuartos eran igual de silenciosos porque casi nunca pasaba nadie por la calle. La cama, aunque también matrimonial, era menos antigua y solemne. Y el ropero no tenía espejo. David notó que entraba poca luz por lo frondoso de los árboles afuera y que, además, no había enchufes. Nada de eso me pareció mayor inconveniente: la sombra de los árboles sería bienvenida y podíamos dejar cargando los teléfonos en el pasillo. Por nada del mundo me cambiaría al primer cuarto, con esa puerta sellada y esa cama oscura. Lancé mi morral en el piso y me tiré en la cama en señal de «aquí nos quedamos». Enseguida David se lanzó sobre mí.
—Después— le dije y me lo saqué de encima con un empujón.
Luego bajamos a la cocina a dejar cosas en la nevera y a seguir explorando. La nevera era vieja, pero se veía que funcionaba bien. Casi la llenamos con frutas y vegetales, jugos, cervezas y embutidos que veníamos cargando de casa en casa, de nevera en nevera. Cosas de las que nos íbamos antojando en los distintos supermercados en los que habíamos entrado a lo largo de nuestro recorrido y que tal vez no alcanzaríamos a comer antes de terminar el viaje. Al lado de la nevera, descubrimos otra puerta, pero para nuestro alivio, esta sí abría y conducía a unas escaleras que llevaban a un sótano. Con ático y sótano, la casa adquirió cierta extrañeza para mí, se alejó a velocidad luz de cualquier casa de mi infancia. En el trópico ninguna casa tiene ático, ni sótano, pensé, tal vez en la Colonia Tovar, pero en realidad, qué sabía yo. No nos atrevimos a bajar aquellas escaleras, así que solamente prendimos la luz en el interruptor que estaba al lado de la puerta y vimos desde arriba un cuarto vacío en el que las paredes sin friso dejaban ver las piedras vivas. David iba a comenzar con su enumeración de sótanos del terror en el cine y la literatura tan solo para molestarme, pero repentinamente se quedó callado.
—En las Ardenas hubo redadas de judíos— dijo finalmente y cerró la puerta como quien clausura un pensamiento.
La urgencia de cocinar nos hizo olvidar aquel sótano, ocupados en entender cómo se prendía la estufa, encontrar las ollas, los cuchillos para preparar algo sencillo que comer antes de irnos. Ese día en la mañana había comenzado el festival y teníamos planeado recorrerlo y entrar a algún espectáculo. Finalmente logramos preparar una supuesta omelette y una ensalada. Los niños seguían aferrados a sus juegos y fue difícil sacarlos del cuarto para que vinieran a comer y luego montarlos de nuevo en el carro para emprender el viaje a Charleville-Mézières. Logramos convencerlos diciendo que pasaríamos otra vez por el bosque de los venados y que si teníamos suerte podríamos verlos de cerca, aunque sabíamos que íbamos con poco tiempo para detenernos y que de regreso ya sería de noche. Kilómetros después, decepcionados porque no nos acercamos a los venados, los niños chillaron durante el resto del viaje. La voz de la niña se elevaba por encima de todas las voces, de la de su hermano que lloriqueaba más quedamente, tal vez sin tanto convencimiento, y de las nuestras que intentaban callarlos a los dos.
—Nunca los tocaremos— gritaba.
No había forma de consolarla. Los venados nunca se dejarían tocar, nunca podríamos si quiera acercarnos a ellos no solo porque no nos detendríamos, sino porque eran un piélago de nervios y ojos cristalinos brincando en el verde rotundo de aquel bosque, bajo el dosel de los árboles. Se quedarían tan solo como manchas oscuras vistas desde la ventana de un vehículo en movimiento. Los ojos empañados de moco y lágrimas.
—De regreso— prometió imposiblemente David.
Cuando al fin llegamos a la plaza del festival estábamos tan cansados de los niños, de los gritos y de los falsos consuelos, que nuestros cuerpos se sentían como si hubiéramos atravesado aquel bosque corriendo. Por si no bastara, no encontramos un lugar cercano para estacionar el carro y tuvimos que caminar y arrastrar a los niños por varias cuadras. Cuando llegamos a la puerta del pequeño teatro, la obra que queríamos ver ya había comenzado y no había otra a esa misma hora para público infantil. Solo nos quedó ver los espectáculos callejeros, que eran preciosos, pero en medio de un mar de gente apenas podíamos disfrutarlos y mucho menos con el llanto inagotable de nuestros hijos, ya no se sabía bien por qué. Ese mismo mar de gente del que estábamos huyendo, estaba también allí, bullicioso y amontonado, entre títeres y titiriteros, en la noche que caía veloz. Y con lo difíciles y cansados que estaban los niños, no pudimos visitar ni la casa ni la tumba de Rimbaud que quedaban por allí.
De regreso al carro, ya lejos de las luces y la música de la plaza, en alguna cuadra oscura se nos acercó un vendedor ambulante con unas marionetas rudimentarias en comparación a las maravillas casi autómatas que habíamos vistos momentos antes. Dio unas lenguaradas en un francés que David apenas entendió. Sería el acento local, pero lo cierto es que cada vez entendía menos. De alguna manera supuse que nos las estaba vendiendo y para que los niños se olvidaran de la lloradera y de los inalcanzables venados, compré dos. La niña se antojó de una princesa, el niño quiso un caballo llamado Bayard.
Aquella primera noche dormimos tan profundamente que David se olvidó de ese «después» que yo le había dicho cuando nos lanzamos por primera vez en aquella cama. El jardín trasero que se veía a través de las ventanas era tan oscuro como la ceguera y ningún ruido se percibía en la casa, así que dormir fue como una pequeña muerte, una desconexión, que nos venía muy bien luego de tanto ajetreo. Ni siquiera escuchamos a los niños que se habían dormido en el camino de regreso, para nuestra alegría, abrazados a sus marionetas y olvidando el tema de los venados. Fue difícil subirlos cargados, tratando de no despertarlos, por las escaleras agudas. El ruido de la madera era como un tambor, una caja de resonancia en la oscuridad, por eso íbamos casi empinados. En el ventanal del cuarto de los niños la calle del pueblo mostraba la ausencia de alumbrado público. Todo negro como si hubiera una cortina negra sobre las ventanas. Si uno se esmeraba, podía distinguir a lo lejos la leve luz del campanario. Una luciérnaga, apenas. Acostamos a los chicos en las camas junto a sus nuevos muñecos y allí quedaron, ellos mismos como marionetas sin hilos.
Así los imagino ahora desde este cuarto cerrado. Marionetas sin hilo, muñecos que necesitaban de manos y dedos para ser movidos, para que comieran, para que se bañaran, para que salieran de esta casa a tiempo. La segunda noche, antes de entrar al cuarto vimos el cerrojo en la puerta. Su forma antigua me trajo a la mente una palabra antigua también que yo nunca usaba: falleba. David dijo que una falleba era vertical y un cerrojo horizontal. Lo que había allí era una pequeña barra horizontal, tal vez de hierro, adosada a la hoja de la puerta, que debía incrustarse en un anillo que se encontraba en el marco, como cualquier cerrojo común y corriente. Lo extraño era que aquella traba sellaba la puerta desde afuera. Se lo dije a David y él hizo la enumeración de extrañezas: el ático, el sótano, la traba. Demasiada imaginación, concluyo. Las redadas de judíos, le recordé. Una nube oscura cruzó su frente, pero enseguida se la despejó con la mano, como quien se espanta una mosca, y seguimos en nuestro asunto. Aquel «después» suspendido desde la tarde anterior, tuvo su momento la noche del segundo día, como cierre a un paseo precioso en el que las cosas por fin salieron como debían, a pesar de la aglomeración de turistas y ciertos lloriqueos aquí o allá. Cerramos la puerta y nos abalanzamos el uno sobre el otro porque por fin estábamos solos. No solo durante este viaje, sentíamos que no habíamos estado realmente solos en los últimos cinco años tal como lo estuvimos en ese momento. Seguramente la oscuridad adentro y afuera nos hacía creer que nada más allá de nosotros mismos existía. Apenas nos podíamos ver en la penumbra del cuarto y luego entre las sábanas, pero no hacía falta porque sabíamos bien lo que debíamos hacer.
Aquella segunda noche sentimos que cerrábamos con broche de oro un día perfecto que había comenzado en la mañana cuando la Princesa y Bayard se habían unido a la comparsa de todos los juguetes. Una troupe que había comenzado a crecer con otros muñecos que habíamos comprado antes y además con los juguetes encontrados en la casa. El piso del cuarto de los niños estaba invadido, pero esta vez no tuvimos que recoger. En el bosque, el tormento de los niños por los venados vistos desde lejos no nos tomó por sorpresa. Lloraron sin consuelo, porque efectivamente no los consolamos. Nos quedamos en silencio en medio de sus gritos, sobre todo los de la niña, hasta que fueron amainando en la medida en que los árboles quedaban atrás. Encontramos estacionamiento cerca de la plaza y logramos entrar a la función que habíamos reservado. Vimos un rey africano gigante que era manejado por hombres desde una grúa, una abuelita vendiendo brebajes en un carromato, madame Gató con su gatico, una bestia que danzaba en vueltas y vueltas, conejos y cabras elegantemente vestidos. Incluso, vimos al poeta adolescente con su cartel de «muera dios». Vimos saltimbanquis y volatineros. Gaitas y chelos. Violines y trompetas. Una mujer de madera abrazó al niño, más humana y amorosa que yo misma. El carrusel complació a la niña con un paseo en venado. En el edificio de la alcaldía brillaban las palabras Liberté, égalité, fraternité y me parecía que nos hablaban a nosotros.
De regreso, otra vez los niños dormidos, otra vez subirlos por las escaleras sin hacer ruido y luego tener cuidado de no tropezar en la penumbra más negra con la comparsa que se desplegaba en el piso del cuarto. Cuando ya estuvieron en la cama, me pareció ver que la niña apretaba los párpados, tal vez estaba despierta. Con el cansancio del día, ya se dormiría. Luego revisamos que todo estuviera en orden antes de entrar a nuestro cuarto.
Entonces fue cuando cerramos la puerta y nos perdimos en las oscuridades de aquella habitación, del cuerpo, de la sombra de los árboles, de la casa-infancia, del sótano llamando, de una falleba antigua que encaja sonoramente, de su sexo circunciso, de mi cuerpo escatimado. Luego un sueño oscuro como una breve muerte. Vivo como una luz fosca. Todos los antepasados de David habían corrido por las entrañas de sótanos comunicados, por las profundidades del bosque, se habían hundido en el lago al final de la calle para que no los encontraran y no habían podido salir. Sus ojos flotando en el agua espesa, en el estanque sordo. En el calvero rojo de un bosque, un dragón paría humo. La casera preparaba brebajes en el carromato. La puerta sellada escondía una habitación llena de las verdaderas pertenencias de la casa. La traba era para dejar adentro a la hermana mayor de la tía-abuela. Que no se vaya, que no se hunda, que no muestre sus senos en la calle, que no desgarre su falda, que no se meta nada.
A las seis de la mañana del día en que debíamos seguir viaje una luz gris ganó espacio entre el verdor negro de los árboles, entonces abrí los ojos como quien resucita. Me asombró ver que todavía estaba desnuda. David dormía, también desnudo, y no se había levantado en la noche ni para vestirse ni para abrir la puerta del cuarto. La oscuridad nos había tragado. Pensé en los niños y de un salto, y aún sin vestirme, salí de la cama y corrí hasta la puerta para abrirla y bajé la manilla y empujé con todas mis fuerzas y esperé el chirriar de las bisagras y la luz del pasillo que habíamos dejado encendida la noche anterior. Nada de esto último ocurrió, tan solo el sonido oxidado e inútil del picaporte. Alguien había pasado la traba. Tal vez Princesa y Ballard cobraron vida en la madrugada; tal vez la tía abuela nos castigaba por haber llegado tarde o por regatear el precio de las toallas; tal vez la niña con sus párpados apretados. Los teléfonos estaban afuera, cargándose en el pasillo. ¿Qué debíamos hacer? ¿Gritar, romper la traba, pedirles a los niños que salieran a la calle, que llamaran a la tía-abuela, que buscaran una silla y destrabaran la puerta?
David ronca sonoramente, pero cuando se despierte seguro dirá que no tengo fuerza, que nunca la he tenido y abrirá la puerta como quien abre un libro. O destrozará la traba de una patada. O repetirá: «demasiada imaginación». O planeará un escape a través de las ventanas y los árboles del jardín trasero. O pensará en el sótano y en ese pequeño conducto que estaba entre las piedras de la pared y del cual no quisimos hablar. O gritará hacia la calle vacía con su francés de pacotilla: s’il vous plaît, aidez-nous. Nadie le entenderá, por supuesto.
Los niños, dos marionetas sin hilo, así los imagino desde este cuarto cerrado, se despertarán extrañados de que nadie los esté apurando, mirarán la puerta de nuestro cuarto cerrada, tal vez, y no nos llamarán, creerán que estamos dormidos y no querrán molestarnos para así poder hacer lo que quieran. Libres de toda cuerda. Se irán en puntas de pie de regreso a «su» cuarto, y se lanzarán en el suelo como quien se lanza a un universo paralelo. Aprovecharán de jugar a sus anchas, como si estuvieran en su verdadera casa. Serán absorbidos por ese juego del que nunca han querido salir y no sentirán ni hambre ni curiosidad por saber dónde estamos, ni por qué no los hemos arreado hasta el carro, ni por qué no los estamos llamando.
Tal vez aprovecharán de correr hasta el bosque y acercarse por fin a los venados.
Relato inédito
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Liliana Lara [Caracas, 1971] es autora de los libros Los jardines de Salomón (Premio de narrativa de la XVI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre, en 2007), Trampa–jaula (finalista del premio Equinoccio de cuento Oswaldo Trejo en 2012), Abecedario del estío (finalista del XIII Concurso Transgenérico de la fundación para la cultura urbana en 2013), Método rumano para dejar de fumar (2022) y la novela La música de los barcos (2019). Cuentos y artículos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, polaco y hebreo, y han aparecido en diversas publicaciones periódicas y antologías. Doctora en Literatura Iberoamericana por la Universidad Hebrea de Jerusalén. Actualmente vive en Israel.